En periodo de
prácticas, muchos de los futuros maestros
nos planteamos cuestiones sobre nuestra profesión. El aula, una realidad
donde enseñamos a los alumnos normas, conceptos y relaciones dentro de la
lengua. Todo ello de forma que nuestros alumnos no entienden la funcionalidad
de lo que aprenden. ¿Qué vemos en clase? En sus comentarios, en sus caras se ve
la desmotivación y la falta de interés por lo que memorizan. Todo es
memorístico y repetitivo año tras año.
Ante esta
situación, algunos de nosotros buscamos alternativas a este tipo de enseñanza,
pero encontramos dos grandes barrera: el currículo y nuestra formación.
El currículo es
cerrado y nos marca unos objetivos desde muy temprano imposibles de adquirir
por las características psicoevolutivas del niño. Además, exige una serie de
contenidos relacionados con la gramática y la ortografía, de los que se podría
prescindir y dejar más campo a la enseñanza de la expresión y comprensión oral
y escrita de forma pragmática. Por lo que, ante tal imposición, en el aula, se
opta por un aprendizaje basado en la memoria y en contenidos carentes de
significado para los alumnos.
Sin embargo, no es
sólo cuestión del currículo, sino también de una formación que no es uniforme
en cuanto a la metodología. Hay asignaturas en las que nuestro trabajo es
valorado positivamente cuando luego nos damos cuenta que no estaba bien ejecutado.
Otras asignaturas son las que nos hacen darnos cuenta de que muchas de nuestras
propuestas didácticas anteriores carecen de pragmatismo. Es todo un poco
contradictorio.
¿Qué hacer al
respecto? Intentar innovar y motivar a los alumnos dentro de las limitaciones
que conlleva el uso obligatorio del libro de texto.
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